Argentina será esta semana y en el 2018 sede de importantes reuniones de líderes mundiales. ¿Cómo se preparará el país en un contexto de alta conflictividad social y callejera?
A mediados del siglo XVII en Inglaterra, un agudo pensador político llamado Thomas Hobbes, escribía su obra trascendental El Leviatán. En ella, teorizaba sobre la necesidad e importancia central del monopolio del uso de la fuerza de las instituciones legítimas del Estado dentro de su territorio y el peligro que constituía la existencia de grupos que ejercieran la violencia de manera descentralizada o al servicio de intereses sectoriales y facciosos. Hobbes concluía que nada era peor para la vida del ser humano que la anarquía y el vale todo. Las leyes, normas e instituciones constituidas eran la forma de superar la lógica del hombre como lobo del hombre.
Ese argumento clásico del pensamiento político regresa una y otra vez a nuestra memoria cuando vemos a países desgarrados por las guerras civiles y la violencia generada por extremismos ideológicos o religiosos, o por las mafias y el narcotráfico. Las reflexiones sobre el rol e importancia del Leviatán estatal adquieren particular importancia en el caso de una Argentina que se apresta a organizar con pocos meses de diferencia grandes eventos internacionales y que tendrán una amplísima cobertura de la prensa y las redes sociales a nivel global. Nos referimos a la reunión de mandatarios del G20 de mediados de 2018 y las reuniones preparatorias a efectuarse en diciembre y febrero próximos en Bariloche, y al plenario de Ministros de la Organización Mundial de Comercio que se desarrollará a fines de este año. En otras palabras, en ocho o nueve meses estarán por un par de días en suelo argentino los presidentes de las principales potencias del planeta. Con ellos se espera el arribo de delegaciones y equipos de seguridad que sumarían unas 8000 personas. La sola visita del presidente de EE. UU. Barack Obama el año pasado implicó la movilización por parte de los EE. UU. de 1200 hombres.
En las últimas décadas, y con particular fuerza desde el trauma sociopolítico y económico que implicó la crisis de 2001, los argentinos, especialmente los que viven en la Ciudad de Buenos Aires y el neurálgico conurbano bonaerense, se han acostumbrado a convivir con piquetes, protestas y todo tipo de actividades que afectan el libre tránsito. Todas las mañanas los bloques de noticias en radio y TV no solo transmiten el clima y el tránsito como en cualquier país relativamente normal, sino también el cronograma de protestas y bloqueos. Lo que en los años posteriores a la gran crisis antes mencionada parecía ser un fenómeno transitorio y de una coyuntura de emergencia, pasó a transformarse en algo usual y rutinario, alimentado por el pavor que desde hace casi dos décadas paraliza a la clase política ante la posibilidad de que se produzcan muertos si se decide aplicar la ley.
Durantes las pasadas semanas y en el marco de las investigaciones, pujas y chicanas políticas cruzadas por el caso Santiago Maldonado, los medios de comunicación han comentado con bastante naturalidad que las fuerzas estatales no ingresaron a ciertas zonas por ser supuestamente tierra sagrada. Uno se puede imaginar cuál hubiera sido el destino de ese argumento en EE. UU., China, Rusia y tantos otros países donde el Leviatán goza de buena salud. Por esas paradojas de la historia, muchos de los mismos sectores ideologicos que profesan el ateísmo y son duros criticos de la relación del Estado con las religiones, o el “opio de los pueblos”, en términos de Marx, mayoritarias en la Argentina, son particularmente complacientes y entusiastas del respeto a tierras sagradas de grupos radicalizados.
A este escenario, de por sí preocupante, se le suma la concentración en los próximos meses de los eventos internacionales antes mencionados. Cabe imaginarse el escenario ideal que representa esta vidriera internacional para los movimientos sociales que tienen en el control de la calle su factor de poder, para los sectores políticos más radicalizados que, por razones ideológicas o por la necesidad de sus líderes, necesitan la existencia de un clima de agitación y, por si fuese poco, para los cientos o miles de agitadores globales que año a año buscan expresar mediante la violencia su oposición a estos eventos del mundo capitalista globalizado. Los hechos recientes en la reunión del G20 en la tradicionalmente ordenada Alemania son una advertencia.
En otras palabras, nuestro país podría ver converger tres procesos disruptivos del orden público y la convivencia. El primero, la herencia de los bloqueos y cortes que irrumpieron con fuerza a fines de los 90, y se consolidaron y ampliaron hasta el paroxismo en los últimos 16 años. El segundo, signado por la dramatización al extremo de la puja política, en donde se llega a la idea de no considerar legítimo el gobierno que asumió, sin ceremonia de traspaso normal, en diciembre 2015. El padre del comunismo, Karl Marx, en uno de sus clásicos escritos advertía que la historia solía darse primero como tragedia y luego repetirse como farsa. Muchos observadores de la realidad Argentina no han dejado de encontrar cierto eco de estas palabras cuando se piensa en la década de sangre y fuego de los 70, entre la violencia guerrillera y la represión del Estado, y la encendida retórica setentista que se escuchó pos 2003. Finalmente, un último proceso disruptivo, el arribo de los militantes más radicalizado de la antiglobalización.
En el caso de que los sectores más prudentes, con capacidad de mirar más allá del corto plazo y con realidades judiciales no amenazantes –y por ende sin interés en una lógica de “cuanto peor mejor”–, no avancen en consensos básicos en materia económica, impositiva, provisional y en seguridad y defensa nacional, se corre el riesgo de que la advertencia de Marx pase a ser circular o bien se convierta en tragedia-farsa-tragedia.
El gobierno ha optado por posicionar a la Argentina como epicentro de estos eventos de la política mundial. Es más, ha elegido la hoy convulsionada zona Patagónica para las reuniones preparatorias del G20. Esta actitud, más que comprensible y legítima, deberá verse acompañada por un Estado que con consensos políticos lo más amplios posibles muestre la voluntad, capacidad y efectividad para ejercer los atributos del Leviatán, siempre dentro del marco de la Constitución y las leyes.