Un ensayo para analizar y repensar la forma en que las sociedades lidian con la muerte, atravesada por los tiempos de pandemia. Por Andrea Estrada
Durante los primeros tiempos de pandemia, quizás como un modo de paliar el miedo a la muerte, muchos de nosotros nos divertimos con el tiktok “La danza del funeral”, donde unos africanos bailaban al son de una música muy pegadiza mientras transportaban el cajón de un muerto. Pero lo más increíble de este meme fue descubrir no solo que se trataba de un chiste, sino que existía en realidad una empresa en Ghana que se dedica a organizar funerales festivos.
Guardando las distancias, y en relación con el tema de los rituales funerarios, hace unos años, comenzaron a surgir en Estados Unidos los “entierros ecológicos”, que abogaban por volver a las costumbres de nuestros abuelos, a quienes les resultaba natural velar a sus muertos en su propia casa y, muchas veces, hasta en sus propias camas. Este movimiento, que coincide de alguna manera con el del regreso a lo natural y a los partos en la casa, se opone a la tanatopraxia (del griego, thánatos, ‘muerte’ y praxis, ‘práctica’) es decir, a todas aquellas intervenciones que se realizan sobre los cuerpos para ser velados, no solo desde el punto de vista estético, sino también sanitario.
Un poco más atrás en el tiempo, cuando la muerte todavía estaba fuera del ámbito de los hospitales y de las funerarias, era una práctica muy común sacarles fotos a los muertos. De hecho, hasta el día de hoy, recuerdo con claridad dos de ellas: la de la abuelita de mi mamá, con sus 11 hijos alrededor del cajón, y la de Sarmiento, que me miraba desde una de las páginas del manual de quinto grado, medio mal sentado en un sillón repujado y con el brazo izquierdo apoyado en una mesita, como si estuviera vivo. Pero en realidad, en el epígrafe, se aclaraba que era una foto post mortem, palabras que me impresionaban mucho y que recuerdo haber buscado en el diccionario: ‘imagen compuesta artísticamente, tomada por un fotógrafo profesional, de familiares fallecidos en todo tipo de poses’.

Las fotos post mortem eran una costumbre de las familias pudientes de Europa, pero se aplicó en nuestras tierras exclusivamente para las figuras públicas y próceres, probablemente, por una cuestión de costos. Las que nos han quedado en archivo muestran a bebés fallecidos, en general en brazos de su mamá, maquillados y vestidos como si estuvieran vivos, o padres muertos rodeados de sus hijos. Esta práctica mortuoria comenzó a abandonarse luego de la Primera Guerra Mundial, período en que la gran cantidad de muertos hizo que la muerte perdiera su sentido íntimo para convertirse en un luto colectivo.
En los últimos años, como un efecto más del choque entre la cultura y la tecnología, surgió en Estados Unidos un nuevo modo de despedir a los seres queridos: compartiendo fotos en las redes sociales de sus cuerpos vestidos con las prendas más significativas y, a veces, como en la fotografía post mortem, rodeados de sus familiares. Pero una pandemia lo cambia todo, hasta el sentido de la muerte, que vuelve a convertirse en algo macabro y tabú, que es mejor no mostrar ni mirar, como las horrendas fosas comunes que vimos hace poco en Manaos, Brasil, en las que enterraban a los muertos del coronavirus.
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