A la luz de sus consecuencias políticas y económicas, la declaración de independencia de Cataluña y la hoja de ruta seguida por el expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, no han sido las correctas.
Por Luis Rosales para DEF – Periodista y analista internacional. Autor de Otra oportunidad. La Argentina en un mundo bipolar
Y lo hicieron nomás. El Parlament de la Región Autonómica de Cataluña la declaró república independiente. Razones no faltan para esta decisión: una economía muy fuerte e industrializada desde hace mucho tiempo que siempre sintió cierta injusticia en su relación con el resto de España; una identidad cultural y lingüística muy potente; todo esto sumado a un pueblo rebelde y orgulloso de su historia. Pero la hoja de ruta claramente no fue la correcta.
Desde algunas lejanías, tanto geográficas como intelectuales, se pretende asimilar estos pasos de comedia del presidente Puigdemont con una gesta libertadora. Pero sus idas y venidas permanentes y sus cambios de rumbo intempestivos, permiten dudar si se trata de un estratega de largo plazo, de un irresponsable de poca monta o de un pobre rehén de algunos grupos políticos que lo llevaron a lo alto del poder en la ciudad condal. Su esquema de autoridad está controlado por los sectores más extremos del independentismo catalán, que condicionan su gobierno y lo alejan de posiciones más moderadas y coincidentes con el humor social de la mayoría de sus conciudadanos. Como en tantos otros casos, el temor a la pérdida de apoyo de las columnas vertebrales internas vuelven a poner a un líder de espaldas al sentir popular. La calificación de “traidor”, repetida hasta al hartazgo cada vez que se hablaba de una negociación o mediación, seguramente condicionó sus decisiones e hirió de muerte su carrera política.
No se trata de un pueblo oprimido que ansía su libertad y al que una potencia extranjera sofoca por la fuerza. Todo lo contrario, se trata de una democracia que intenta mantener su integridad y hacer cumplir su ordenamiento legal vigente. España es el país más antiguo de Europa y Cataluña lo integra desde el inicio. El Condado de Barcelona, que abarcaba prácticamente todos los territorios de la actual región, se unió en el siglo XII dinásticamente con el reino de Aragón, para en otros trescientos años confluir con Castilla, derrotar a los moros en Andalucía y promover el descubrimiento de América. En los últimos tiempos, la rebeldía barcelonesa ha sido más un tema ideológico que independentista, representada en los movimientos anarquistas antimonárquicos y en su profundo republicanismo antifranquista, salvajemente reprimido después de la Guerra Civil.
Otra vez la ideología se cuela y los separatistas radicales simbolizan más un movimiento frustrado de las izquierdas radicales, que fracasan en las urnas y mucho más cuando gobiernan, que un auténtico movimiento de liberación nacional.

Para que un pueblo pueda ser reconocido como un país independiente, deben cumplirse una larga serie de requisitos. Tal vez el más significativo sea que la mayoría lo pida, algo que en este caso no está muy claro. De los 7 millones de catalanes, solo 2 millones participaron y votaron por la independencia en el referéndum de hace unas semanas. Aunque pueda dudarse de su transparencia, aun concediendo la totalidad de esos votos, nos da una cifra que se equipara a la gente movilizada en las enormes marchas a favor de España. Resta entonces saber dónde se ubican los otros 3 millones de ciudadanos.
En 1978 los españoles en conjunto acordaron una constitución que vino a poner fin a décadas de enfrentamientos ideológicos y regionales. Así como el Partido Comunista reconoció la autoridad del Rey, catalanes, gallegos y vascos hicieron lo propio con Madrid. En los famosos Pactos de la Moncloa nació la España moderna, tolerante y democrática, y en acuerdos sucesivos se fueron tomando todas las últimas grandes decisiones, como la de entrar en la OTAN y en la Unión Europea, entre otras. Este sistema, que le ha permitido una era de prosperidad y crecimiento sin precedentes, previó mucha autonomía a sus regiones y estableció un procedimiento para dejar de ser parte. Camino lento que iniciaría Cataluña hace algunos años, pero algunos parecieron perder la paciencia.
Como en todo el mundo, para una provincia, estado o región no es nada fácil conseguir la independencia. A partir del orden surgido de la Paz de Westfalia en 1648, Europa primero y luego la humanidad toda, eligió el sistema de estados nacionales para poder organizarse y evitar así el caos permanente que implicaba el feudalismo anterior. Este principio se ha mantenido desde entonces, ratificado en numerosas oportunidades, cuando se liberaban naciones tras la caída de los imperios o al finalizar las grandes guerras. La humanidad le teme y mucho al desorden que podría implicar el desmembramiento de estos estados nación. La sola mención del caso yugoslavo o la tragedia que viven somalíes, yemeníes, libios o sirios, no hace más que reafirmarlo.
Con todo esto en cuenta, es lógico que nadie apoyara la independencia declarada en Barcelona. Ni la Unión Europea, ni los EE. UU., ni las naciones hermanas de Hispanoamérica, ni la influyente Iglesia Católica. Prácticamente nadie. El mundo de los negocios también le bajó el pulgar; ya son centenares las empresas que han decidido abandonar el barco, que cada día más se parece al Titanic que a la nave insignia de una armada libertadora.
Mariano Rajoy, que designó a su vicepresidenta como reemplazante temporal del removido Puigdemont, terminó muy fortalecido después de todos estos tironeos. Tenaz como buen gallego, eran muchos los que apostaban a que su destino político seguiría un camino más acorde con lo que sugiere su apellido. Todo lo contrario. El “asunto catalán” le ha permitido alcanzar en el senado una mayoría abrumadora, impensada hasta hace un tiempo e imposible de obtener antes, ni para la conformación de su gobierno, ni para la aprobación de las duras medidas de ajuste que tuviera que encarar para sacar a España de la crisis casi terminal del 2008. Su imagen también ha mejorado en todos los rincones del reino y seguramente ante por lo menos la mitad de los catalanes.
El tiempo dirá si este montaje casi escenográfico que se vivió en Barcelona en estos últimos tiempos, termina sepultando para siempre la posibilidad de una Cataluña independiente o pasa a la historia como un paso cierto, aunque algo improvisado, en un largo camino lleno de obstáculos.