“Si arrastré por este mundo
la vergüenza de haber sido
el dolor de ya no ser.
Bajo el ala del sombrero
cuántas veces, embozada,
una lágrima asomada
ya no pude contener”.
Tango “Cuesta abajo”, 1934
Música: Carlos Gardel
Letra: Alfredo Le Pera
La Argentina ha vivido desde hace muchísimas décadas entre sinsabores y frustraciones. Esta declaración introductoria busca eludir los tiempos que corren, aunque no los excluye, e intenta analizar qué nos pasa, qué le ocurre a un país que fue una gran esperanza para el mundo y que ha fracasado en relación con las expectativas que creó hace un siglo. Los tiempos que hoy vivimos están cargados de tensión y de ausencia de un diálogo inteligente o hasta de un diálogo a secas, podríamos afirmar. Dejemos, por lo tanto, que llegue la objetividad que otorga la distancia necesaria del hoy y veamos la Argentina como un todo. Veamos a los gobiernos que nos trajeron hasta aquí y a los dirigentes políticos, empresariales, sindicales, militares e intelectuales que entre todos supimos conseguir. Si aceptamos, aunque sea, discutir que la Argentina viene “cuesta abajo”desde antes de que tengamos uso de razón, podremos ver entonces qué nos pasa. Podremos saber quiénes somos y, fundamentalmente, cómo nos ven los demás, indicio valioso, si dejamos de mirarnos por un momento el propio ombligo.
Hace unas pocas semanas, el Papa Francisco lanzó una humorada sobre el inmenso ego argentina por el cual, como todos sabemos, caemos antipáticos a buena parte del mundo. Ya que la mayoría de los argentinos sabe mucho de fútbol, tomemos un ejemplo de este deporte. Hemos visto hace muy poco a millones de brasileños “torcer” por Alemania en la final por la Copa del Mundo. Esos mismos alemanes, que previamente, les habían infringido a nuestros vecinos la derrota más catastrófica de su historia. Podríamos inferir que esto ocurrió porque ellos son nuestros históricos rivales, y admitamos que eso es cierto. Pero, entonces, ¿cómo explicar que el 70 por ciento de los españoles (eliminados desde el inicio de la competencia) prefirieron a Alemania en lugar de a nuestra Selección? Esa Alemania de la “Dama de Hierro”, la Alemania de Angela Merkel, a la que culpan de todos los males que sufren en el Mercado Común Europeo. Aun así, todavía retumba el alarido de gloria de todo Madrid, ante el gol que les dio la victoria a los teutones. Entre muchos, en una columna publicada en El País el 31 de julio de 2014, el periodista Ramón Muñoz lo explicaba así: “Vemos a todos los argentinos como a los porteños, buscavidas y gigolós. Hay que utilizar un satélite de Google Maps para observar el tamaño de su ego, nos irrita su verborrea, sus metáforas freudianas y las hipérboles retóricas que usan para describir el asunto más nimio”, y sigue castigándonos en una larga nota.
Quienes peinen canas, y recuerden al Estadio Azteca por algo más que por la canción de Andrés Calamaro, rememorarán que allí de la mano (literal) de un genial Maradona, llegamos a la final y ganamos esta vez la Copa del Mundo ante el mismo rival que nos venció en Brasil. En aquel momento, también generamos la peor antipatía que se recuerde. Un estadio repleto esperó nuestra derrota y la derrota del ídolo que mejor representa ante el mundo a nuestra idiosincrasia nacional. El mejor ejemplo de la antipatía que generamos lo dio el periódico El Sol de México, que anunció el resultado de aquella final de 1986 de la siguiente forma: “Perdió Alemania”.
Quizás estas mínimas muestras que provienen del deporte más popular de estos tiempos sirvan para entender cómo nos mira el mundo. Por qué, a pesar de ser cultos, solidarios, expansivos y creernos buena gente, jamás pasamos desapercibidos y casi siempre resultamos controversiales, generamos antipatía y mala prensa, allí donde vamos. En resumen: ¿qué muestra ese ADN nacional tan popularizado? Además, popularizado en el cine, en los medio de comunicación, en el boca a boca e, incluso, en el humor, logrando estigmatizarnos en el mundo entero. ¿Nos perciben así o somos realmente soberbios, convencidos de nuestros dones, con aires de manifiesta superioridad y una sapiencia que probablemente oculte una gigantesca frustración, esa de la letra del tango vinculado al “dolor de ya no ser”?
Es que la Argentina resulta de verdad incomprensible, tanto para intelectuales, como para politólogos, economistas o dirigentes de toda laya, ya que es archisabido que es un país que ha sido bendecido por la naturaleza y que carece de problemas estructurales de gravedad. Cansa decirlo, pero es un territorio inmensamente rico y diverso, donde vive una escasa población para su tamaño y donde no existen problemas sociales, raciales o religiosos de peso. Solo para ejemplificar esto tan obvio y repetido, veamos el caso de la India, donde en un territorio poco más del 15 por ciento mayor que el de nuestro país viven 1200 millones más de personas que en la Argentina. Allí la lengua oficial es el hindi, pero el Estado reconoce otras 21 lenguas como propias. Es en resumen, un país multilingüe, multirreligioso y con infinitas dificultades de toda índole; aun con todo ello, es la economía número once de todo el mundo.
El destino de la Argentina, con las extraordinarias ventajas mencionadas que incluyen la facilidad de ser un territorio fértil para producir alimentos para cientos de millones de personas en un mundo hambriento y, además, haber eludido las grandes guerras que se padecieron en el siglo pasado, parece ser el producto de un sinnúmero de errores y decisiones estratégicas equivocadas, que degradaron nuestro desarrollo a un lugar jamás pensado por nuestros antepasados.
Es muy conocido aquel diccionario español que, a principio del siglo XX, describía a la Argentina con sus características esenciales y finalizaba diciendo que competía con los EE. UU.: “tanto por la riqueza y extensión de su suelo, como por la actividad de sus habitantes y el desarrollo e importancia de su industria y comercio, cuyo progreso no puede ser más visible”. Sería casi un absurdo comentar los resultados obtenidos por uno y otro país en el siglo que dista de aquella definición. Lo que no es absurdo es que esas posibilidades existieron para la Argentina y que, por uno o por mil motivos, siempre fueron desperdiciadas. Aquellas ideas del pasado, aquellos augurios de éxito y gloria, la recepción de inmigrantes hambrientos de Europa, las riquezas interminables de nuestra Pampa húmeda y el respeto y subordinación de la región ante nuestra perspectiva, nos convencieron de que éramos distintos y de que teníamos un destino superior, destino que finalmente nunca llegó. Lo que es aún más increíble es que gran parte de nosotros no entendimos que nunca llegó. Quizás allí, en esa negación, se encuentre la raíz de por qué vemos teorías conspirativas por doquier, enemigos imaginarios que procuran con sus aviesas intenciones desviarnos permanentemente del iluminado camino que debimos y todavía debemos transitar.
Muchos quizás renieguen de estos agoreros comentarios, pero los números casi nunca mienten, ellos hablan por sí mismos y también demuestran con suma claridad que difícilmente algún dirigente argentino, de cualquier sector y de cualquier época, pueda tirar la primera piedra sin ponerse colorado.
Veamos algunos de esos números:
Comencemos por revisar el devenir de nuestra economía. En 1920 Argentina era la novena potencia económica mundial. Medido en bienestar promedio de su población, nuestro país –señalaba Le Monde en un artículo publicado en agosto de 2014– “tuvo el mismo nivel de vida que Francia entre 1900 y 1950”, cuando su PBI per cápita figuraba en el puesto doce a nivel mundial. En 2014 nuestra posición en el concierto internacional, tomando siempre como referencia el PBI per cápita, nos ubica en el puesto 62 (en dólares constantes) y en el lugar 69 (medido por paridad de poder de compra).
Si analizamos la posición comparada de nuestras exportaciones, un caso contundente es el de nuestra apetecida carne bovina. Según un relevamiento del Instituto de Promoción de la Carne Vacuna Argentina (IPCVA), nuestro stock ganadero llegó a alcanzar las 61,05 millones cabezas en 1977; treinta y cuatro años más tarde, en 2011, la cifra caía a 47,97 millones de cabezas de ganado. En 2013, según datos del Ministerio de Agricultura, la recuperación del sector llevó el stock a 51,6 millones de cabezas de ganado. Un informe de la Fundación Producir Conservando, titulado “El mercado de carne vacuna y las oportunidades de Argentina y publicado en diciembre de 2006 –en plena declinación de nuestro stock ganadero–” puntualizaba que “la ganadería argentina perdió cerca de diez millones de hectáreas, desplazadas por el crecimiento del área sembrada de soja”.
En cuanto al perfil exportador, entre enero y noviembre de 2014 las exportaciones argentinas de carne vacuna alcanzaron las 187.194 toneladas, menos de la tercera parte de lo que exportaba hace diez años, cuando vendíamos al mundo 631.000 toneladas anuales. Hemos sido superados por nuestros socios del Mercosur, a saber: Brasil (2,1 millones de toneladas anuales), Paraguay (380.000 toneladas) y Uruguay (376.000 toneladas). El retroceso queda claramente en evidencia si tenemos en cuenta que en el promedio del trienio 1971-73 la Argentina exportaba 716.000 toneladas, contra apenas 185.000 toneladas de Brasil, según datos del USDA (United States Department of Agriculture).
Otro caso testigo es el del mercado petrolero. No está de más recordar que el modelo para la creación en 1953 de Petrobras, en Brasil, fue la YPF fundada por el general Enrique Mosconi tres décadas antes, en 1922. El “zarpazo” de Petrobras se inició a partir de la década del 90, con su capitalización en Bolsa sin perder el Estado su control mayoritario, decisión muy distinta a la adoptada por Argentina con YPF y la pérdida de la “acción de oro” por parte del Estado. En 1999 el valor en Bolsa de ambas petroleras era similar: 13.953 millones, el de Petrobras; frente a 13.422 millones de YPF. Hoy Petrobras –aun con el desplome de sus acciones de los últimos meses por el escándalo de corrupción que la salpica– tiene un valor en Bolsa del orden de los 40.000 millones de dólares, contra unos 9000 millones de YPF.
Si damos vuelta la página de la economía y nos detenemos en la situación de nuestro país en materia educativa, el panorama dista mucho de ser alentador. El principal indicador son las pruebas PISA (Programme for International Student Assessment), que desde el año 2000 miden trienalmente el desempeño de los estudiantes de 15 años. Sobre un total de 65 países evaluados, Argentina no logra despegar del puesto 59 en lengua y en matemática, y del 58 en ciencias. Por otra parte, a nivel universitario, en nuestro país se gradúa el 26 por ciento de los alumnos que ingresan a la educación superior, frente a –por ejemplo– el 55 por ciento de graduados universitarios en Brasil.
En cuanto a inversión en investigación y desarrollo (I+D), Brasil, con 2,8 por ciento del PIB, es el único país del continente que supera el uno por ciento; mientras que la Argentina se mantiene en un distante 0,64 por ciento. Una estadística relevante al respecto es el número de patentes registradas en 2013 ante la Oficina de Patentes y Marcas de EE. UU. (USPTO): Brasil registró 286 patentes, contra solo 80 de la Argentina. Consideremos, a modo de ejemplo, el caso de Singapur, una ciudad-Estado de apenas 700 kilómetros cuadrados enclavada en el extremo sur de la península malaya, que registró ese mismo año 857 patentes, y el exitoso caso de Israel, con 3152, o la pequeña isla de Taiwán, con 12.118.
Estos últimos datos de tecnología, inversión para el desarrollo y patentes, son indicativos del futuro de las naciones en el siglo XXI; por cierto, las cifras presagian agoreros pronósticos en ese futuro.
Como se puede observar sin mucho análisis, el deterioro de la Argentina en el concierto de las naciones es más que obvio; es motivo de estudio de profesionales extranjeros y también es motivo de asombro al no poder encontrar razones y explicaciones que den lógica a esta situación. El neurocientífico Facundo Manes, hoy de gran notoriedad por sus obras y opiniones profesionales, ha desarrollado charlas y escrito artículos en los que explica el tremendo esfuerzo que los argentinos realizan para desarrollar la llamada “viveza criolla”; poner en marcha ese atajo de dudosos resultados provoca, las más de las veces, un esfuerzo mayor que el que implica cumplir verdaderamente la tarea. Lo increíble es cuánto valoramos ese éxito efímero, ese que vulnera la ley o la reglas de uso, ese que en general es un éxito solo inmediato y que deja la problemática verdadera sin resolver. Esta característica del “ser argentino”, acostumbrado a incumplir las normas de convivencia, sea en la calle, en la escuela, con los impuestos o con el tránsito o con cualquier responsabilidad básica que pueda eludir sin castigo. Nunca importa a quién se perjudique con este accionar, y esto, generalizado en una gran mayoría, es probablemente el huevo de la serpiente, la razón por la cual los males se multiplican y generan una anomia social que hace que aceptemos como lógicas cuestiones que resultan inadmisibles en las democracias modernas.
A la Patria, le dedicamos la grandilocuencia de las palabras, siempre efectistas pero nunca la coronamos con la acción enérgica necesaria para poder llevarla a su destino de grandeza. Ante el fracaso, encontramos indefectiblemente el enemigo externo responsable de todos nuestros males por su perversidad, sin poder explicar, tampoco, la razón por la que nuestro país es seleccionado para semejante grado de insidia en forma permanente. En caso de que la cuestión externa no cuadrare, el pasado nos provee del Satanás de turno, sean militares o liberales, sean vendedores de la patria u oligarquías comprometidas con el mal, o el simple recurso disponible del gobierno anterior, siempre habrá un responsable para aquello que no pudimos o supimos hacer.
Mientras dilapidamos nuestro futuro y el de las generaciones por venir, una Argentina infantilmente inmadura imagina que el destino nos tiene reservado un lugar de privilegio que llegará de alguna manera, en cualquier momento y a pesar de todo.
¿Habrá que intervenir para ello? ¡Probablemente, no! ¿O acaso, no somos los mejores y además vivimos en el “granero del mundo”?