Las palabras de las mujeres de ficción, personajes creados a lo largo de los siglos, que aún hoy nos interpelan.

“Déjame, pues, con mi temeridad afrontar este peligro (…) No son de hoy ni ayer esas leyes; existen desde siempre y nadie sabe a qué tiempos se remontan. No tenía, pues, por qué yo, que no temo la voluntad de ningún hombre, temer que los dioses me castigasen por haber infringido tus órdenes (…) Si, a pesar de todo, te parece que he obrado como una insensata, bueno será que sepas que es quizás un loco quien me trata de loca (…) Todos los que me están escuchando me colmarían de elogios si el miedo no encadenase sus lenguas. Pero los tiranos cuentan entre sus ventajas la de poder hacer y decir lo quieren” – Sófocles

Una muchacha noble se atreve a desafiar la ley del rey (a la sazón su tío), empecinándose en darle sepultura al cuerpo de su hermano Polinices, traidor a la patria. Esa patria es Tebas y la muchacha es Antígona, fruto de la unión incestuosa de Edipo y su madre Yocasta. Creonte, hermano de esta devenido en rey, decreta el castigo ejemplificador: ningún traidor recibirá las honras fúnebres. El temor cubre a Tebas, pero la única que se atreve a enfrentar al rey es la joven Antígona. Mujer, débil y obstinada, se propone seguir adelante aun cuando ni siquiera su hermana se atreve a acompañarla.

En el siglo V a. C., Sófocles plantea una de las encrucijadas más difíciles: cumplir con la ley de los dioses (garantizarle al difunto la entrada al inframundo a través de las honras fúnebres) o asegurar la paz de la patria castigando a los traidores (castigo ejemplar de dejarlo insepulto). Tanto Antígona como Creonte tienen sus razones: el deber eterno para con los dioses y el amor fraterno frente al deber patriótico ante la contingencia de una traición. Pero además, el accionar de Antígona debe inscribirse en el contexto griego de la época de los nobles, responsables absolutos del bienestar de su pueblo, el valor supremo, aun por encima de la felicidad personal. El ideal griego de la diké (‘justicia’) se pone en jaque en una sociedad que se siente en riesgo, lejos del equilibrio deseado entre las leyes de los dioses y el accionar correcto, deseable, de sus gobernantes. La tragedia griega clásica es religiosa y política, de ahí lo acuciante de la encrucijada.

Colocar a Antígona como protagonista de lo que hoy llamaríamos “desobediencia civil” le otorga a la mujer tanto la posibilidad de expresarse a través de la palabra como de la acción. En un mundo escindido entre hombres del ágora (‘espacio público’) y mujeres del oikos (‘hogar’), las palabras de Antígona comienzan en el hogar, con su hermana, y se proyectan hacia el mundo de los hombres (los guardias y el rey). Orgullosa y desafiante, la joven justifica su accionar y manifiesta su temeridad ante una muerte certera. Solo flaquea cuando toma conciencia de que su tálamo nupcial quedará vacío y de que nunca será madre. Antígona se convirtió en una mujer política al manifestar públicamente su voluntad, sostener sus razones y actuar acorde con sus principios, pero el costo es renunciar a lo conocido y esperado: su rol de esposa y madre en la seguridad del palacio.

Cabe preguntarnos cuántas Antígonas nos ha dejado la historia de las luchas de mujeres y cuántas, hoy en día, siguen enfrentándose al “tirano” de una ley injusta, de una opresión constante, de una amenaza a su integridad, a su familia, a sus compatriotas. Al igual que en la Grecia antigua, las consecuencias pueden ser nefastas en sus vidas: la muerte, la cárcel, el escarnio, la burla, la exposición despiadada en los medios. Pero estas “locas” señalan un camino que deja atrás lo que se creía imposible de lograr y apuestan a una recompensa enorme, tan grande como el ejercicio de la libertad en un mundo más justo. Mujeres, que no se acallen sus voces.