Análisis sobre Ama, uno de los personajes de la obra de García Lorca. Ilustración: Caribay Marquina.

Un breve ensayo sobre uno de los personajes femeninos de “Doña Rosita la soltera” -escrito por García Lorca en 1935- atravesado por una mirada que responde a los tiempos que corren. Por Cecilia Chabod

García Lorca creó el personaje del Ama para su obra Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores. No tiene nombre: es el Ama –así se las llamaba en España a las criadas de mayor confianza. Una mujer vivaz y deslenguada, con la ambivalencia de hablarle de igual a igual a la Tía, su empleadora –nadie la hubiera concebido como tal en ese contexto–, pero también de naturalizar situaciones, como años de trabajo bajo el arbitrio de sus patrones, postergación de su vida familiar, sueldo incierto, estabilidad laboral sujeta (quizás) a una discusión desafortunada. Nada de esto sorprendía a los espectadores españoles de 1935; probablemente, en los hogares burgueses, el Ama era una figura cotidiana con una historia de abandono, pobreza y adopción de por vida por parte de una familia.

Cuarenta años al servicio de una familia. Ella vio nacer y crió, junto con la tía, a una niña huérfana, habiendo dejado a sus propios niños. Se alegra con las alegrías de sus patrones y sufre con sus tristezas. Nada en la casa le es indiferente: no se mete, “está metida” en un mundo familiar y ajeno a la vez. La niña, la luz de sus ojos, su Rosita, es aquella a la que le pasan los años mientras espera a un novio que nunca llegará para casarse. Igual que una rosa, la muchacha se marchita, sola. El Ama velará por ella, por su niña, siempre, con el pan y con su sangre, si fuera necesario. Fieles, abnegadas, pródigas en el amor y en la cocina, en nuestra América Latina, las criadas al cuidado de niños, las niñeras, son las nanas, chachas, tatas, rollas. Imprescindibles mujeres vistas pero no escuchadas.

Ilustración: Caribay Marquina.

En el universo doméstico, ellas orbitan y llevan consigo, como la luna, un lado oscuro, casi invisible e inaudible, excepto por los niños, ya que sus silencios discretos ante sus patrones se quiebran con las rimas infantiles, con cuentos de cucos, hadas, duendes y “Pomberos”. En la ficción literaria, como también en el cine (el film de Alfonso Cuarón, Roma, es un ejemplo de ello), la niñera es vista a través del recuerdo: es ese autor ya adulto el que tamiza y recupera canciones, aromas y espacios íntimos de la infancia, en un arco que puede tensarse desde la ternura y la inocencia hasta la inquietante malicia.

Y aquí es donde las lecturas políticas y sociológicas de hoy respecto de las conquistas de derechos de las empleadas domésticas tropiezan con lo que para muchos de estos artistas, sociólogos y políticos fue una realidad silenciada o naturalizada en su infancia. ¿Dónde está la voz de esas mujeres? ¿Qué esperan, qué reclaman, qué denuncian? Y entonces, volvemos al Ama de Doña Rosita.

Ilustración: Caribay Marquina.

Pocas, como ella, lograron expresar, frente a sus patronas, con confianza y naturalidad y en la intimidad del hogar, lo que sienten día a día, todos los días de su vida, esa, que ya no saben si es propia o prestada, sabe que debería callarse por el lugar social que le es asignado, pero eleva la voz porque “para eso tiene la campanilla de la lengua”. El reproche y el amor: sociología desde las entrañas.

Ella no tiene nombre, es una y todas las niñeras. Habla por todas, por las de la España de Lorca, por las de cualquier lugar de nuestra América. Podríamos preguntarnos si otras culturas, como la sajona, pueden dimensionar la vida de estas muchachas en un mundo tan desigual e injusto, solo suavizado por el abrazo de un niño.

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