“Puesto que los alimentos representan una proporción considerable y volátil de los ajustados presupuestos familiares en los países más pobres, el aumento de precios está volviendo a surgir como una amenaza al crecimiento y la estabilidad social en todo el mundo”
Robert Zoellick, presidente del Banco Mundial
Hablar de alimentos en el mundo indicaría que tenemos entre manos una cuestión económica y eminentemente técnica que debiera ser resuelta por especialistas en esta problemática. Sin embargo, pocos deben ser los problemas cuya complejidad requiera la concurrencia simultánea de tal variedad de estudiosos que van desde políticos y sociólogos hasta meteorólogos y químicos, desde expertos en nutrición hasta financistas o antropólogos, y desde otras disciplinas que se suman para dilucidar esta temática que desvela a la dirigencia global. Días atrás tuvo lugar en Buenos Aires un importante seminario del que participaron los ministros de Economía y de Agricultura de los países que integran el G-20, un foro multilateral que cobró gran impulso luego del estallido de la crisis financiera internacional a mediados de 2007. El tema abordado fue justamente la suba de los precios de las commodities alimentarias.
Tampoco escapa al tema que nos ocupa la crisis en los países árabes y en el norte de África, que sacude al mundo y, si bien es multicausal, está dramáticamente vinculada al exponencial aumento de los alimentos, justamente en esos territorios que no los tienen y que deben importarlos, con el correspondiente drenaje de divisas. Esta problemática encabeza cualquier lista de enumeración de motivos que explican un escenario que muchos consideran superior aun a la caída del Muro de Berlín. También cuando se escriben docenas de libros y notas periodísticas sobre la bonanza latinoamericana, sin que se hayan modificado los problemas estructurales que tantos politólogos sentenciaron durante décadas, vuelven a aparecer los alimentos, esta vez por su abundancia, como la razón de base del actual florecimiento de la región.
Hambre, abundancia y carencias en un mundo globalizado, en un tablero multipolar nuevo y en dirección a una mayor fragmentación a futuro, hacen de esta temática una combinación explosiva, que la puede transformar en uno de los problemas globales excluyentes en el futuro de la humanidad. Ya no se trata únicamente de las variaciones de la oferta y la demanda o del aumento de los combustibles, sino que se le suman la inclusión de los elementos financieros y su volatilidad, la acción de los inversores que actúan como lo harían en un mercado bursátil, el cambio climático, la explosión demográfica y el acceso a la clase media de sectores históricamente olvidados, particularmente en países emergentes como India y China. Otro factor asociado a esta explosión de las commodities es el uso de tierras para la producción de cultivos destinados a la elaboración de biocombustibles, que compiten con el uso del suelo destinado a la producción de proteínas y calorías. Un ejemplo en ese sentido es EE. UU., que hoy destina el 40% de su cosecha de maíz a la producción de etanol. Todo ello provoca una presión incontrolable que podría conducir a situaciones de desastre que solo podrán evitarse con la adopción de muy inteligentes previsiones, siempre anteriores a tener que entrar en acción para apagar el incendio.
Cada punto de inflación en estos productos básicos tiene su correlato en el aumento del número de personas que dejan de acceder a los alimentos mínimos de cualquier dieta. Al respecto, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) presentó en 2010 un exhaustivo informe sobre “La inseguridad alimentaria en el mundo”. Allí se señala que el 16% de la población del planeta, unos 925 millones de personas, no logran satisfacer sus necesidades alimentarias más elementales. Existe subnutrición, señala el trabajo, cuando el aporte calórico es inferior a las necesidades mínimas de energía necesarias para realizar actividades suaves y mantener un peso aceptable. “La subnutrición sufrida durante los dos primeros años de vida puede poner en riesgo la propia vida del niño y la niña, así como comprometer su desarrollo físico, motor y cognitivo. Para aquellos que sobreviven, la subnutrición en los dos primeros años suele acarrear daños irreversibles a largo plazo”, advierte, mientras tanto, el Instituto Internacional de Investigación sobre Políticas Alimentarias (IFPRI).
Los conceptos antedichos, fríos y casi estadísticos, esconden un estado de miseria, sufrimiento y ausencia de futuro que seguramente no pasa ni cerca del de aquel lector que tenga acceso a estas reflexiones. Hay casi 1000 millones de personas con una situación alimentaria insatisfecha. Debiéramos hacer el mínimo esfuerzo de ponerle una cara, solo una, a ese gigantesco número imperdonable. También sería bueno que ese rostro no tuviera rasgos desconocidos ni perteneciera a razas lejanas, sino que fuera cualquiera de esos niños que en la madrugada hacen piruetas en un semáforo y entonces sí, luego de ese ejercicio, multiplicar esa desgracia por miles, hasta donde nos diera la imaginación.
En América Latina y el Caribe hay 52,5 millones de habitantes subnutridos y un dato preocupante es que el 36% de los menores de dos años están en situación de alto riesgo alimentario. Se trata de una verdadera paradoja, pues en nuestra región se produce tres veces la cantidad de alimentos necesarios para satisfacer las necesidades de toda su población y se trata de la mayor exportadora de alimentos del planeta. El 52% de la soja, el 44% de la carne, el 45% del café y el 45% del azúcar que se venden en el mundo se producen aquí. Particularmente, Argentina está viviendo un boom de producción de granos. Para la actual cosecha 2010/2011, el Ministerio de Agricultura prevé un total de 100,6 millones de toneladas, de las cuales 44,4 millones corresponderían a cereales, 53,8 millones a oleaginosas y 2,3 millones a otros cultivos. Por citar solo el caso de la soja, la producción se duplicó en el curso de la última década, al pasar de los 26,8 millones de toneladas de la campaña 2000/2001 a los 52,6 millones de toneladas de la última campaña (2009/2010) y una previsión que la ubica en torno a los 50 millones de toneladas para la actual cosecha (2010/2011).
Obviamente, el problema no es la escasez de estos productos, sino la inequidad en la distribución de la riqueza, que dificulta el acceso a estos bienes indispensables para el ser humano. Ahí es donde el Estado debe intervenir para revertir las desigualdades. Un ejemplo de programas sociales exitosos, que ya hemos analizado en otras oportunidades, es el plan “Hambre Cero”, instrumentado por la administración Lula en Brasil, que permitió sacar de la pobreza a 24 millones de habitantes. Desde 2003 esa iniciativa ha logrado reducir en un 73% la desnutrición y en un 45% la mortalidad infantil. La medida del éxito la da la reciente candidatura de José Graziano Da Silva, el autor intelectual de este programa y ex ministro extraordinario para la Seguridad Alimentaria de Brasil, para presidir la mismísima FAO.
En el caso argentino, en diciembre de 2002, tras la devastadora crisis que pudimos atravesar no sin grandes sacrificios y luego de una larga campaña de recolección de firmas en el marco de la iniciativa “El hambre más urgente”, el Congreso Nacional sancionó la Ley 25724, que creó el Programa de Nutrición y Alimentación Nacional, destinado a cubrir de manera prioritaria los requisitos nutricionales de los niños de hasta 14 años, las embarazadas, los discapacitados y los ancianos en situación de pobreza. Al año siguiente, a poco de asumir, el gobierno de Néstor Kirchner puso en marcha el Plan Nacional de Seguridad Alimentaria, que hoy llega a 1,8 millones de familias. Más recientemente, en 2009, se lanzó la Asignación Universal por Hijo, que ha permitido incorporar a 3,7 millones de niños que no estaban cubiertos por ningún plan social. Por su parte, el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) conduce el programa de autoproducción alimentaria “Pro-Huerta”, con presencia en todo el país, que hoy llega a 3,4 millones de personas a las que se ha capacitado para desarrollar sus propias huertas y granjas familiares.
El desafío que tiene nuestro país por delante es desarrollar todo su potencial en la producción de alimentos, uno de los sectores más competitivos de nuestra economía, sin perder de vista la necesidad de garantizar la seguridad alimentaria de nuestra población. No hay que caer en enfrentamientos obsoletos -del tipo “campo versus industria”- o en discusiones teóricas que han quedado superadas en todo el mundo. La mejor manera de solucionar el problema de la desnutrición es la capacitación y el fortalecimiento de las redes sociales en el territorio. El gobierno, los productores rurales y las ONG deben trabajar en forma mancomunada para enfrentar un problema que es inconcebible en un país que exporta alimentos a todo el mundo y que debería poder alimentar sin dificultades a toda su población.
Probablemente todos los dirigentes del mundo tendríamos que preguntarnos cuánto debiera incidir en los ingresos lo que invertimos para alimentarnos; por ejemplo, sabemos que representa un 10% de los ingresos para un norteamericano y que para un africano podría representar el 70% de lo que dispone para su sustento, sabemos también que con apenas un poco más de un dólar diario viven más de 1000 millones de personas. Esa sola pregunta -en este mundo nuevo donde la comunicación hace que cada día más y más actores del planeta sepan qué se puede, qué tienen otros y qué merecen tener- convierte el interrogante en una potencial llamarada que no debiera encenderse.
Un concepto que nos ayuda a comprender mejor esas desigualdades es el de “huella ecológica”, es decir, el hipotético territorio productivo que deberíamos asignar a cada habitante del planeta para generar los recursos que consume. De acuerdo con este indicador, un ciudadano de EE. UU. necesitaría unas nueve hectáreas al año y un europeo necesitaría unas cinco hectáreas anuales, mientras que un ciudadano de Asia requeriría de menos de dos hectáreas. Si todos los habitantes del mundo consumiéramos la misma cantidad de recursos que EE. UU., necesitaríamos cuatro planetas como el nuestro, y dos planetas si consumiéramos la misma cantidad que los europeos. Sin caer en anuncios apocalípticos, debemos, cuanto menos, ocuparnos del destino al que nos dirigimos en pocos años.
Nuestro país, aquel granero del mundo, aquel crisol de razas, aquella tierra que iluminó a inmigrantes de todo color y religión, tampoco puede dejar de plantearse qué “huella ecológica” merece cada uno de los argentinos. Cuán digna debe ser esa respuesta en un país que recibió tantas bendiciones. La responsabilidad es ocuparse de todos los argentinos, hasta del último de ellos.
(*) Asesoramiento: Mariano Roca