“Lo particularmente preocupante es cómo estas organizaciones criminales corrompen las instituciones democráticas y el uso que hacen de la violencia para penetrar sus estructuras. Para derrotarlas se requiere el esfuerzo de todos los países y es imprescindible una respuesta regional”.
Frank Mora, ex subsecretario de Defensa de EE.UU. Seminario “El Hemisferio Americano: desafíos del desarrollo y la seguridad” (Fundación Taeda / George Washington University, 2010)
Ryszard Kapuściński (1932-2007) fue un multipremiado periodista polaco, corresponsal de decenas de conflictos a lo largo del mundo, y autor de destacados libros, entre ellos Los cinco sentidos del periodismo. Kapuściński definió, precisamente, el concepto del “mal periodismo” como aquel en el que solo encontramos la descripción de los hechos, sin conexión o referencia alguna al contexto histórico. Al volver sobre el tema del narcotráfico, nuestra publicación intenta una vez más contextualizar el fenómeno, en el intento de alertar sobre las gravísimas consecuencias que la “cartelización” del tráfico de estupefacientes y sus derivaciones puede provocar en todo el continente. Desde hace muchos años, DEF intenta decodificar las ramificaciones de este flagelo mundial y cómo afecta a todos los estratos sociales sin distinción, pero sobre todo, a las capas más vulnerables.
Allí donde el narcotráfico se ha hecho fuerte, hemos estado presentes: así fue como nos adentramos en la selva colombiana y en las favelas de Río de Janeiro; nos ocupamos del fenómeno de las maras en El Salvador y Guatemala, y recorrimos Bolivia y la zona andina, seguimos de cerca el crecimiento de los Carteles mexicanos y analizamos a fondo el fenómeno global en el seminario que organizamos en la capital norteamericana en noviembre de 2010. Fue allí, junto a académicos, intelectuales, militares y civiles de distintas agencias estadounidenses y latinoamericanas con responsabilidades en temas de narcotráfico, que nos enfocamos en los desafíos de la seguridad hemisférica, dentro de los cuales el tráfico de droga y el lavado de dinero estuvieron al tope de las prioridades.
Un análisis muy breve del desarrollo del narcotráfico en la región, en los últimos 50 años, es el siguiente:
• Al inicio de la década del 70, el presidente Richard Nixon lanza una batalla frontal contra las drogas, se concentra básicamente en la marihuana y es tolerante con la cocaína que, para la época, era considerada de consumo menor por parte de un grupo de intelectuales y artistas. Se inicia así el crecimiento del tráfico de cocaína, mientras la heroína, la marihuana y otras drogas psicoadictivas, disminuyen. En pocos años, los traficantes colombianos dominan el mercado ilegal, con una fuerte concentración en la exportación de droga hacia EE. UU., mientras que en Bolivia y toda la extensión andina, crecían cientos de miles de hectáreas de coca con la que, además, esos pueblos mantienen un vínculo cultural ancestral.
• Década del 80: el creciente desarrollo e incremento del consumo de cocaína, sumados a ingresos incomparables en relación a cualquier otra actividad económica, llevan rápidamente a la conformación de un mercado mayorista y a la consolidación de los Carteles colombianos, entre los que se destacaron los mundialmente conocidos Medellín, Cali y Norte del Valle. Nacen, además, ahí, personajes míticos vinculados al delito, entre ellos Pablo Escobar Gaviria (ubicado por la revista Forbes como la séptima fortuna del mundo en 1989), líder sanguinario y carismático para su pueblo, abatido finalmente en 1993.
• Década del 90: se caracteriza por el inicio de la desarticulación de aquellos Carteles colombianos, la expansión de los cultivos de coca hacia las fronteras agrícolas, la búsqueda y obtención de protección tanto de la guerrilla como de los grupos paramilitares en Colombia y la brutal escalada del conflicto interno en el país cafetero.
• Década del 2000: al inicio de la década el área cultivada de coca en territorio colombiano representaba el 67 % de la superficie mundial, pero ya se empezaba a vislumbrar el desplazamiento hacia México, tanto en la toma de decisiones, como en el tráfico propiamente dicho. Allí se encumbraría el Triángulo de Oro (Chihuahua, Durango y Sinaloa), donde las organizaciones como el Cartel de Juárez, el de Tijuana o los Zetas –para citar solo un par– concentrarían la masa del tráfico de drogas hacia EE. UU. Desde allí iniciaron un escalada del delito que al final de la década tendría más de 30.000 muertos y una disputa por el propio control de sectores del país con el Estado mexicano.
• Década del 2010: Mientras se desarrolla esta década y producto de la guerra sin cuartel librada contra los grandes centros de cultivo y comercialización, tanto en Colombia como en México, se incrementa el desplazamiento e instalación de narcotraficantes y actividades ilícitas en otros países de la región. En aquellos vecinos más permeables en sus fronteras se anidaron muchos responsables del narcotráfico y, desde allí, dirigen sus actividades delictivas hacia el mundo. Estos movimientos modificaron el mapa general de gestión y comercialización de la droga en gran parte del continente.
En esta obvia simplificación, que por razones de espacio nos permite solamente analizar los liderazgos por décadas y dejar de lado la multiplicidad de actores y las diferentes acciones que ellos generaron en otros países de la región, nos da la posibilidad de analizar un mínimo panorama global. EE. UU. reúne la masa del consumo de estupefacientes. Colombia, Perú y Bolivia, la masa de plantaciones de coca y su proceso de transformación en cocaína. México concentra hoy la comercialización. Por su parte, Brasil y la Argentina se han transformado en importantes países de consumo y de tránsito de la droga hacia Europa y otros destinos.
Ahora bien, ¿de qué hablamos cuando hablamos de consumo de drogas? ¿Hablamos de un problema social? ¿De un problema vinculado a los delitos comunes? ¿Hablamos de un problema vinculado a la libertad de las personas? Todas estas preguntas y muchos otros puntos de vista son analizados a diario en este drama multicausal que nos involucra a todos.
Vamos a los números, porque estos nunca mienten: se calcula que el crimen organizado moviliza alrededor de 870.000 millones de dólares al año. Esta cifra increíble genera en la economía mundial un marco de criminalización que puede volver vulnerable a cualquier Estado. De esos recursos, se calcula que 320.000 millones son los que maneja el narcotráfico, 140.000 millones provienen de las apuestas ilegales y 32.000 millones corresponden a la trata de personas, entre otros delitos. Obviamente, todos cruzados e intervinculados. Relacionados además, y sin excepción, con el lavado de dinero. Con un mundo en una grave crisis financiera, ávido de recursos y de necesidades económicas, debemos evitar caer en la ingenuidad de imaginar a un Al Pacino cargado de anillos y con una sierra eléctrica matando al dealer enemigo (recuerden la escena de Scarface /Brian De Palma/1983). Pensemos, en cambio, cuántos miles de elegantes banqueros y ejecutivos, sucumben ante la tentación del dinero fácil proveniente del narcotráfico, para solucionar sus graves problemas de financiamiento en el complejo mundo actual.
Solo para darnos una mínima idea, podemos decir que estos datos referidos a los recursos que maneja el delito internacional, suministrados por Interpol y Naciones Unidas, son superiores en 100.000 millones de dólares a todo el presupuesto de defensa de EE. UU. y representan cuatro veces el presupuesto federal de México, uno de los actores regionales que sufre este flagelo con más intensidad. De ahí que cuando hablamos de seguridad hemisférica, tal como quedó muy en claro para DEF luego de participar del seminario en Washington, la preocupación mayor está ligada a la capacidad de penetración de estas organizaciones y a la vulnerabilidad que provocan en gobiernos y sus sistemas públicos y privados.
Hasta aquí el diagnóstico, quizás elemental, pero contextualizado, como requería Kapuściński. Ahora debemos pensar qué hacer para resolver este dramático tema multicausal, que tiene mil recetas, que tiene centenares de especialistas y opinólogos, las más de las veces enfrentados entre sí, a veces por signos ideológicos, otras veces por razones políticas, o puntos de vista academicistas o humanistas, las más de las veces alejados de la realidad cotidiana. Estas circunstancias permite que la inacción sea aprovechada por el delito para progresar día por día en la vulneración de todos los estamentos sociales.
No hay dudas de que la desventaja en la lucha contra los narcotraficantes es muy grande, habida cuenta de que para ellos no importan las leyes, no hay reglas ni fronteras, no hay obligaciones ni reglamentos que cumplir. Es por ello que esos multimillonarios recursos sin control deben ser enfrentados recurriendo a sistemas que muchas veces no se adecuan a las necesidades del ahora. La seguridad hemisférica debe hacer pie en sistemas confiables de información e inteligencia. Esos sistemas no deben vulnerar las leyes nacionales ni las garantías individuales, pero deben permitir llegar en tiempo y forma a desarticular los delitos que ponen en jaque a toda nuestra sociedad. Para poder lograrlo, se requiere de una intensa cooperación internacional. Lo cierto es que esta verdad de Perogrullo casi nunca se cumple, ya que al estilo de las viejas películas de la Guerra Fría, las “agencias” poco o nada comparten en esta guerra sin cuartel. Sea por celos profesionales o por enfrentamientos históricos, estos organismos nacionales pocas veces intercambian información vital, actúan como entes burocráticos fragmentados y entre los cuales la desconfianza es el pan de cada día. Una obligación primaria de las cabezas de los gobiernos de la región es dar una respuesta a este fracaso de décadas, creando un sistema confiable tanto en lo humano como en lo tecnológico, para actuar en forma coordinada y efectiva contra este enemigo implacable.
Otro aspecto que parece clave, y en el que las Naciones Unidas, la OEA y los gobiernos de cada país del continente deberían concentrar un esfuerzo superior, radica en la creación de un consenso de medidas comunes que eviten la generación de hendijas por las que el narcotráfico, siempre atento y vigilante, pueda colarse. Un nivel básico e imprescindible de radarización y control aéreo de las fronteras (donde casualmente la Argentina es muy deficitaria) y sistemas nacionales de control efectivo de lavado de dinero (donde también nuestro país presenta serios problemas) son básicos entre un abanico de medidas que es necesario adoptar de inmediato. También hay que analizar en forma conjunta la posibilidad de una despenalización de las drogas blandas, que hoy algunos países intentan institucionalizar en forma aislada. Se trata de medidas que deberían consensuarse, luego de profundos estudios y decisiones conjuntas. Hoy son muchos los que, ante el fracaso de la represión y las innumerables causas judiciales vinculadas al consumo personal de estupefacientes (básicamente marihuana), piensan que permitir su posesión y consumo bajo ciertos límites bajará el rédito del negocio y las posibilidades del delito, entre ellos figuran el intelectual y expresidente brasileño Fernando Henrique Cardoso, acompañados por los expresidentes de México y Colombia, Ernesto Zedillo y César Gaviria, respectivamente, junto con otros destacados líderes de opinión, como el Premio Nobel, Mario Vargas Llosa.
Es justo reconocer que los dirigentes políticos y empresariales manifiestan a diario su preocupación por la juventud, por los más necesitados y desvalidos, por el respeto de los derechos humanos y de las libertades individuales. ¿Quién podría oponerse a esta mirada humana, sensible y romántica, que apela a lo mejor de cada uno de nosotros? Indudablemente, nadie. Sin embargo, no podemos dejar de advertir que esos mismos dirigentes políticos y empresariales tienen una mirada esquiva hacia la proliferación del alcohol entre esos mismos jóvenes y desvalidos. Así la publicidad y el entorno hacen que aceptemos que el acceso a la belleza, a las “rubias del verano” y a los jóvenes más excelsos, junto a los autos de marca y a todo lo que destacamos como cool, sea aquello a lo que se accede a través de las marcas de moda que promueven el alcohol. Esas que llegan a diario a nuestros jóvenes, provocadoras de excesos de los cuales la sociedad adulta no se hace cargo y que son las puertas de acceso de accidentes, la puerta a los estupefacientes y a situaciones fuera de control. Quizás mañana se sumen las drogas blandas, sinónimo de libertad y que cuentan con buena mirada social, pero que podrían ser el paso previo a drogas duras o sustancias sintéticas que nos lleven a “vivir la vida loca”. Esa mirada marquetinera, cada día más socialmente aceptable, hace que, por ejemplo, las metanfetaminas se “estrenen” en megaeventos de música electrónica o actividades afines que llevan a nuestra juventud al convencimiento de que es algo que merece ser vivido.
No hay verdades universales, pero sí, quizás, haya recetas comunes que deben ser ensayadas, todas con una discusión previa seria y responsable y con un profundo sinceramiento social. Hace años que el narcotráfico y las actividades a él vinculadas, encabezadas por el lavado de dinero, vienen ganando la batalla y, peor aún, ganan el combate del día a día. Hace años que las grandes organizaciones supranacionales fracasan, los Estados fracasan y las fuerzas de seguridad e inteligencia responsables fracasan. Quienes pagan las consecuencias de esos fracasos, bueno es decirlo, son casi siempre los más jóvenes y los más vulnerables. Aquellos de quienes nos jactamos de ocuparnos todos los días.
Los cementerios de América, de sur a norte y de este a oeste, desmienten esa protección.