“Si pierdes la esperanza en momentos de aflicción y de fatigas, tus fuerzas se verán debilitadas”
Anthony Burgess, La naranja mecánica (Novela 1962 y
película homónica de Stanley Kubrick 1971)
Hace algunas semanas, las ciudades de Buenos Aires y La Plata fueron el epicentro de tormentas de características excepcionales, cuyas graves consecuencias tanto en la pérdida de vidas humanas como materiales aún hoy resultan difíciles de mensurar. Tampoco es posible sacar ninguna conclusión porque apenas podemos reponernos del desastre y todavía estamos intentando ayudar a encauzar las múltiples necesidades de un tejido social dañado severamente y, en algunos casos, con secuelas permanentes. Creo que corresponde en estos meses por venir un poco de silencio, de introspección, junto con un análisis y revisión de casi todo. No son tiempos de búsquedas de responsabilidades mediáticas o pases de facturas entre diferentes partidos políticos y creo entender que la sociedad toda espera respuestas, pero respuestas en su justo tono, en su justa medida y como resultado de un análisis serio realizado con extrema responsabilidad.
DEF ha tratado en reiteradas oportunidades, a lo largo de muchos años, temas vinculados a la defensa civil, a la emergentología, a la protección del medioambiente y a las medidas estructurales que deben tomarse para hacer frente a las alteraciones que provoca la naturaleza y, a veces, la acción humana. Nuestro aporte ha intentado siempre acercar una visión general y se ha realizado desde nuestra experiencia, con mucha humildad e intentando comprometer a la sociedad en esta problemática que nos interesa a todos sin excepción.
Cada vida humana es única e irrepetible, cada vida perdida por negligencia o imprevisión es imperdonable; dicho esto, aceptemos también que nuestro país tiene, además, la inmensa fortuna de vivir alejado de las peores amena-
zas, aquellas con las que otras sociedades conviven a diario en muchísimos lugares del mundo. La grave situación vivida convocó a la actitud solidaria de millones de argentinos y movilizó a todo el país ante la tragedia, como ya había ocurrido en Santa Fe varias veces, fundamentalmente entre 1998 y 2007. Allí, en varias oportunidades, millones de hectáreas quedaron bajo agua con pérdidas humanas y consecuencias económicas dramáticas. Sin embargo, al enumerar tragedias de otra envergadura y en otras latitudes, solo el pavor y la incredulidad se imponen e impiden visualizar lo indescriptible de las consecuencias que se sufrieron en terremotos, huracanes y tsunamis en distintas regiones del planeta.
Nuestra geografía está alejada de esos procesos dinámicos incontrolables, que además arrastran epidemias y plagas que cuestan cientos de miles de vidas. Según la ONU, el riesgo de terremotos es la más importante amenaza para millones de personas y no están exentas de ellas grandes urbes que incluyen, entre otras, a la Ciudad de México, Nueva Delhi y Yakarta. Solo algunos ejemplos, dado nuestro mínimo espacio, permiten con facilidad explicitar lo expresado:
• Tsunami en el océano Índico (diciembre de 2004): fue un terremoto submarino a 4000 metros de profundidad, próximo a Indonesia y que llegó a la India, Tailandia y Sri Lanka. Tuvo múltiples réplicas que dejaron el devastador saldo de 300.000 muertos y millones de desplazados que perdieron absolutamente todo.
• Terremoto en Haití (enero de 2010): desastre humanitario que causó la pérdida de 200.000 vidas humanas, la destrucción casi íntegra de la infraestructura existente y obligó al desarrollo de la operación humanitaria más grande de la historia para un solo país. Incluso así, su éxito puede considerarse escaso, aún existen desplazados, aún existe gente sin vivienda y escombros sin retirar.
• Huracán Sandy (noviembre de 2012): con consecuencias infinitamente menores, comparadas con los terremotos o tsunamis (más de 200 fallecidos), no debe dejarse de lado la gravísima devastación provocada, tanto en la infraestructura y el medioambiente, como también en el hábitat de todas las especies, además de las descomunales pérdidas económicas. Los datos recabados por la principal aseguradora mundial, la alemana Münich RE, establecen que las pérdidas provocadas por este huracán son de aproximadamente 38.000 millones de euros.
De más está aclarar que en todos los casos la pobreza multiplica geométricamente cualquier desastre natural y que las vulnerabilidades afectan seriamente la capacidad de recuperación. La marginalidad, la ausencia de educación, la falta de recursos y la precariedad habitacional, junto con sistemas sanitarios deficientes, son el caldo de cultivo inmediato de desórdenes, epidemias y todo tipo de consecuencias que las más de las veces superan en gravedad al propio incidente inicial. Al respecto, América Latina ocupa el segundo lugar en cantidad y efecto que provocan los desastres naturales (luego de Asia), y esa situación tiende a incrementarse en la región producto del cambio climático y la degradación ambiental. Nada es ajeno a este tema, ni la deforestación de los bosques ni las constantes
alteraciones a los ecosistemas. Tampoco están ausentes los grandes desplazamientos de personas a centros urbanos que están incapacitados para absorberlos con dignidad. Solo para refrendar lo dicho, si comparamos los terremotos de Chile y Haití, tendremos el más claro de los ejemplos: el sismo chileno fue 30 veces mayor al sufrido en el país centroamericano y liberó 180 veces más energía, pero las consecuencias para ambos países fueron diametralmente opuestas, tanto en sus efectos inmediatos como en la capacidad de recuperación de las consecuencias provocadas. Cabe preguntarse qué habría ocurrido si un sismo de características similares al de Chile se hubiera producido en Haití.
Estos ejemplos solo intentan poner en perspectiva los diferentes niveles de intensidad de estos dramas que nos impone la naturaleza y que, además, a veces ayudamos a profundizar con la impericia humana. Permiten asimismo estudiar a fondo las conclusiones a las que arribaron diferentes expertos en sus respectivos países y tomar experiencia aplicable para la Argentina y la región, ya que sin duda muchas de esas medidas requieren coordinación y decisiones comunes. De todas ellas se desprende con absoluta claridad que las soluciones existen, pero existen en la medida que la dirigencia política tenga el firme propósito de implementarlas y si, además, se logra crear conciencia en la sociedad en su conjunto. Lo apenas señalado, a lo que por obvias razones todos adherirían sin dudarlo, no es un dato menor y mucho menos una declaración de principios
Exige adoptar severas medidas, entre ellas la de “invertir más para lamentar menos”, que es uno de los ítems del excelente documento del Instituto de Estudios de Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH) en el que se analizan en profundidad las acciones realizadas en el terremoto en Haití y el tsunami en el Índico, donde casualmente se reitera la coincidencia en ambos fenómenos de fallas que hubieran sido fácilmente salvables y que –entiendo– se aplican a todos los casos de emergencias graves. Es muy difícil enfrentar una catástrofe con éxito allí donde faltaron previamente las inversiones primarias que aseguraran el funcionamiento de los servicios básicos, la libertad mínima en las vías de evacuación, la educación de la sociedad en los procedimientos a realizare, el entrenamiento continuo de los emergentólogos y una fuerte capacidad hospitalaria y de auxilio organizado.
Sin duda alguna, juega un papel fundamental el contar con un marco jurídico adecuado, que solo es posible con un plan nacional concreto de protección civil que involucre al sistema federal en el cual vivimos y genere una respuesta global para la mitigación y posterior reconstrucción ante la tragedia. Conllevará también los acuerdos bilaterales o multilaterales que aseguren la efectividad de los planes. Sin duda, también resulta imprescindible disponer de un inmediato mando único que asegure la unidad de acción. Pero nada de lo dicho previamente será muy útil si no hay un entrenamiento previo conjunto y si los actores que intervienen recién se conectan en medio de la crisis. Las Fuerzas Armadas y de Seguridad deberán cumplir un rol fundamental desde el surgimiento de la situación. Hay que evitar el vicio de recurrir a ellas únicamente cuando la crisis esté ya avanzada o se encuentre fuera de control.
Debemos entender que todas estasprevisiones –sobre todo en países como el nuestro, que no tienen una amenaza grave predeterminada– deben tener una intención generalista y aplicable a cualquier crisis que pudiera surgir. Ya tuvimos muchas a lo largo de nuestra historia y esos hitos aún mantienen un fuerte impacto social con solo nombrarlos. Llámese Cromañón, AMIA, inundaciones en el litoral o la tragedia de Once, por citar solo algunas de las últimas. Todas requirieron de respuestas serias, no siempre dadas, tanto en la inmediatez del drama como en el “día después” de cada uno de los damnificados.
El daño inicial, por lo general, cuenta con el acompañamiento dirigencial y un fuerte compromiso social. Qué no decir de la solidaridad de nuestra gente en la situación vivida hace algunas semanas. Pero el efecto pasa y el mundo sigue su curso, con nuevos problemas, con la cotidianidad de la vida. Quizás sea éste el momento en el que el sector damnificado queda “congelado” en el día de la pérdida, en la desaparición del ser querido, en la destrucción material o en la ausencia de las amadas “nimiedades” que hicieron la historia de su vida; ahí es cuando comienza la segunda y no menos importante parte del conflicto, aspecto que bien conocemos por los incesantes suicidios de los excombatientes de Malvinas.
El Estado debe invertir, debe planear y entrenarse para las catástrofes por venir, debe saber brindar esa ayuda inmediata e intervenir posteriormente de manera organizada y efectiva. Al hacerlo, permitirá a los damnificados, haciendo uso de su resiliencia, recuperar cuanto antes su dignidad y volver a la normalidad en el tiempo más corto posible. En referencia a la resiliencia, esa actitud que permite resurgir de una grave crisis requiere, sin dudas, de valores internos en cada persona, pero el Estado juega una contraparte fundamental: deberá crear las condiciones asistenciales, económicas y psicológicas que generen un ambiente protector adecuado que además se sostenga en el tiempo.
Las advertencias de los expertos en cambio climático, más las crisis energéticas y sociales, auguran un difícil mundo por venir, y la región tiene adversos indicadores estructurales para enfrentarla. No se trata de asustarse, sino de actuar en consecuencia. No tiene componentes apocalípticos, como plantea la poco recomendable película de Roland Emmerich, El día después de mañana (2004), donde terremotos, tifones y huracanes arrasan con la humanidad. Por el contrario, pasa por la serenidad y la reflexión profunda que permitan dar las respuestas que todos esperamos. Esas respuestas requieren de profesionalismo y de una cuota seria de criterio y compromiso que debe ser sostenida en el tiempo; es por eso vital comprometer a todo el espectro político nacional, por ser esas acciones costosas y complejas, donde cualquier cambio es lento y poco recomendable. Con ese compromiso se puede pensar en un futuro donde la valiosa generosidad, solidaridad y compromiso social sean un complemento de la acción y no lo primordial al enfrentar la catástrofe.
Reconstruir la vida de quienes pierden todo es una responsabilidad política, sin excusas, donde la previsión es la única garantía para enfrentar los menores males posibles.